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lunes, 18 de agosto de 2008

LECTURAS AL SOL (II) - El Imperio

Esta es la segunda entrega de LECTURAS AL SOL (ver post anterior). Es por tanto, la continuación del viaje literario que realicé en el pasado mes de julio, en mis vacaciones junto a mi familia. La lectura de las cuatro obras que dieron lugar a esta serie de artículos coincidió en buena parte con el otro viaje, el turístico, que hicimos por la provincia de Teruel (Aragón) y sus alrededores. Antes de comenzar, me permito sugerir al amable visitante de este blog que, si no lo ha hecho, lea antes el primero de los artículos de la serie.

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Acabé de leer la última página de El fuego del cielo la noche antes del regreso a casa, cuando aún nos aguardaba el trayecto de vuelta en avión, que se vio inesperadamente prolongado por un retraso de varias horas en la salida del vuelo. O, dicho de otro modo, las librerías del aeropuerto de Barajas (Madrid) habían ganado un cliente. Desde luego, no estaba dispuesto a adquirir uno de los superventas del verano por los abusivos precios del muy lucrativo negocio de AENA en las terminales de embarque, pero aún así, me dirigí sin mucha fe hacia uno de los quioscos. Comencé a ojear los títulos y sus precios, siempre al doble de lo que se pide en las librerías de cualquier ciudad. Entonces reparé en una montaña de libros de bolsillo, pésimamente encuadernados, todos a cinco euros, desordenados y con evidentes signos del tiempo que llevaban reposando en aquel lugar. Los fui revisando uno a uno hasta que apareció ante mí un nombre que despertó mi interés: Ryszard Kapuscinski (Polonia 1932-2007). Elevé la vista hacia el título para comprobar que no era uno de los que ya había leído. Sin averiguar siquiera el tema que trataba —¡qué más da, es Kapuscinski!—, me encaminé hacia la caja para pagar las que, presumiblemente, serían las trescientas cincuenta páginas que me llevarían hasta el final de mis vacaciones.



El genial escritor y periodista, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2003, tampoco me defraudó esta vez. El Imperio es una obra de arte, además de un manual sobre periodismo del tipo «ir, ver y contar» como lo definió el también periodista Eduardo Haro Tecglen. Pero sobre todo, de saber ir, saber ver —a veces incluso sin que se le permitiera mirar— y saber contar. Tras las primeras páginas me percaté de dos cosas: la primera, que en efecto, la encuadernación —por llamarlo de alguna forma— era tan nefasta que las hojas se desprendían con solo pasarlas. Y segundo, que me estaba embarcando en un texto bastante más denso que mis dos lecturas veraniegas anteriores, La Bodega y El fuego del cielo, algo, por otra parte, bastante previsible, teniendo en cuenta de quién se trataba. La extinta Unión Soviética es descrita en tres etapas de su historia a través del dibujo que va trazando el autor en el transcurso de otros tantos viajes por los vastos territorios del que llama, «el último Imperio» al estilo de Roma, la Inglaterra colonial, o la España de Carlos V y Felipe II. A quien pudiera interesarle, quiero advertir que para leer cualquiera de los libros de viajes de Kapuscinski es aconsejable proveerse de un buen mapa donde situar cada descripción, cada historia, cada acción y cada anécdota, para extraer todo el jugo a esa maravillosa experiencia.



Se trata de una obra imprescindible para conocer —que no entender— una de las más terribles épocas de Europa, y probablemente del mundo, que azotó a cientos de millones de personas y decenas de naciones, pueblos y culturas. ¿Y por qué no, «entender»? Porque no se puede. No, al menos, mediante la razón o la lógica humanas. La monstruosidad de los crímenes de Stalin, de sus partidarios y sus sucesores en el Kremlin, no es posible abarcarlos, ni siquiera desde una fría perspectiva histórica. Seguro que existen obras actualizadas —El Imperio es de 1993— con nuevos datos y mucha más información, pero dudo que sean capaces de poner ante nuestros ojos la realidad de aquellos años y en aquellas tierras, con tal fidelidad y realismo. La prosa empleada por Kapuscinski en este libro-reportaje provoca en el lector —al menos en mí— una mezcla de sentimientos encontrados, de admiración y espanto, impotencia y fe, serenidad y rabia. Impresiona su capacidad para ponerse en la piel del otro sin renunciar a la distancia necesaria para que el resultado siga siendo periodismo de máximo nivel. Cuando se ha acabado de leer uno de sus libros, es fácil deducir lo que piensa sobre la mayoría de las cosas sobre las que ha escrito; la crítica es intencionadamente visible, porque no está sutilmente enmascarada para colar la opinión por el hueco de la información. Sin embargo, y aunque abunda el análisis crítico, nos resultará imposible definir ideológicamente al autor. Uno de los elementos que con mayor claridad revela las tendencias de un periodista-escritor es la religión. En los textos como el que nos ocupa es inevitable la presencia repetida de referencias a las creencias, cultos y religiosidad popular en los territorios descritos. Tras leer El Imperio nadie será capaz de intuir la inclinación religiosa de Ryszard Kapuscinski, sin que ello tenga nada que ver con la frialdad o el desinterés, sino todo lo contrario; la fricción en tales asuntos es constante, sensible, y al mismo tiempo aséptica. Es lo que llamamos —lo escribo con cierto rubor por los tiempos que corren—, «objetividad», y que, en este caso, la representa a la perfección.



La narración de acontecimientos históricos, y de otros que tienen lugar en vivo durante el transcurso del viaje, son en ocasiones tan desgarradores como desconocidos para millones de ciudadanos occidentales. Salvo quienes expresamente se han interesado por ella, para la mayoría, es una sección de la historia, en aquella porción de tierra, inexistente. Las razones pueden ser muchas. Por un lado, estamos hablando del período de entreguerras, cuando Stalin desarrolló su «política» de expansión soviética. Y por otro, de la posguerra —tras la II Guerra Mundial—, con la Vieja Europa horrorizada y avergonzada por lo que hemos convenido en llamar el Holocausto. Los años siguientes a la guerra fueron los de los supervivientes de Auschwitz. Es cuando comienza a conocerse de verdad lo que había significado el horror nazi. La aberración fue tal, que no había tiempo para mirar detrás del tupido «telón de acero», en unos territorios muy lejanos a los de influencia de Occidente. Todos los esfuerzos de la Europa intelectual y política se centraron en llorar la tragedia, consolar a sus víctimas, purgar los crímenes y poner los medios para tratar de impedir que algo semejante pudiese volver a suceder. En 1948 se creó el poderoso Estado de Israel.



Mapa de la Unión Soviética en 1989, extraído de Wikipedia
(click en el mapa para ver en resolución original)



El caso es que entre 1929 y 1960, con una Europa agotada moral, política y económicamente, tuvo lugar en la Unión Soviética el mayor genocidio de la historia en el Viejo Continente. Sí, mayor, y tanto o más cruel, que la del Holocausto. No es cuestión de comparar —¿para qué comparar tales grados de monstruosidad?—, pero es necesario guardar un rincón destacado de la historia para las millones de víctimas de la inhumana crueldad de los lager (1) de Siberia, o de la condena a muerte por hambre impuesta, premeditada y conscientemente, a más de diez millones de ucranianos entre 1931 y 1932. Existe abundante producción cinematográfica y la llamada «literatura del Holocausto», cientos de monumentos, conmemoraciones y homenajes a las víctimas y a los supervivientes; aún hoy se busca, se juzga y se condena a los ya ancianos oficiales alemanes bajo cuyo mando se produjo la locura nazi; pero se habla muy poco sobre los 30 años de aniquilación soviética y los 70 de brutal represión. Un Régimen que fue capaz de uniformar las conciencias de casi 300 millones de seres humanos de tres generaciones, destruyendo su pasado y su historia individual y colectiva, ahogando su voluntad y su deseo de vivir —como máximo permitiéndoles sobrevivir—, debería estar bien presente en la conciencia colectiva occidental, desarrollada y democrática. Y yo creo que no lo está; no lo suficiente.



Merece la pena echar una ojeada a un extracto de El Imperio, en el que Kapuscinski relata su experiencia en el aeropuerto de Syktyvkar en 1989, en Siberia, después de que su vuelo hubiera sido desviado por algún desconocido motivo, y mientras esperaba a tomar un nuevo avión que le llevara a su destino en Vorkutá. La narración y las reflexiones del periodista son absolutamente brillantes y reveladoras para captar la esencia de lo que significó la Unión Soviética:

Stalin 1878 - 1953
  • «Eché un vistazo a mis vecinos. Erguidos e inmóviles, miraban fijamente hacia un punto en el espacio delante de ellos. Exactamente eso: inmóviles, miraban fijamente hacia un punto. No se detectaba en ellos ninguna muestra de impaciencia […] Me dirigí a uno de ellos con la pregunta de si sabía cuándo despegaríamos. Cuando uno hace una pregunta a alguien por alguna cosa, tiene que armarse de paciencia. Por la expresión del rostro del preguntado se nota que sólo ante este estímulo (una pregunta) el hombre en cuestión empieza a despertarse, a salir de su letargo y a emprender un largo y pesado viaje de regreso a la Tierra. Y eso precisa tiempo. Luego, en su cara aparece un ligero, e incluso divertido, asombro: ¿para qué pregunta este imbécil? No hay duda de que el preguntado tiene toda la razón cuando llama imbécil al preguntón, pues toda su experiencia le enseña que hacer preguntas no trae nada bueno, que la persona sólo sabrá tanto cuanto —sin necesidad de preguntar— quieran decirle (o, más bien, no decirle) y que, todo lo contrario, hacer preguntas es muy peligroso, pues haciéndolas uno puede acabar atrayendo una desgracia. A pesar de que ha pasado tiempo desde la época stalinista, la memoria sigue viva, y las experiencias, la tradición y los hábitos adquiridos en aquellos tiempos se han conservado, se han grabado en las conciencias de los hombres, y tardarán mucho en dejar de influir sobre sus comportamientos. ¿Cuántos de ellos (o de sus familiares o amigos) no habían ido a parar a un ‘lager’ sólo porque, durante una reunión o incluso una conversación privada, se les había ocurrido la idea de preguntar por esto o por aquello? […] De resultas de todo ello, en el Imperio había cada vez menos personas que hicieran preguntas, y por lo tanto, menos preguntas. Puesto que la forma interrogativa de la lengua se la habían adjudicado los oficiales de investigación, los llamados 'órganos del poder', la dictadura, la mera entonación de una frase que expresaba el deseo de enterarse de algo anunciaba peligro […] No obstante, la civilización que no hace preguntas, que coloca fuera de su marco el mundo de la inquietud, del criticismo y de la búsqueda, es una civilización paralizada, estancada e inerte. Pero eso era precisamente lo que pretendían los hombres del Kremlin, pues es más fácil imperar sobre un mundo mudo e inmóvil» (El Imperio).



Estos días hemos asistido al conflicto bélico entre Rusia y Georgia por los territorios separatistas de Osetia y Abjazia, con las tropas de élite de Moscú habiendo tomado el aeropuerto de Tbilisi. A la vista de estos hechos no puedo evitar releer y compartir algunos párrafos más del libro:


  • Viaje de 1989: «Creo que todo georgiano, todo habitante del Cáucaso, tiene codificado en su memoria un mapa de estas características. Ha ido aprendiendo sus detalles desde niño: en su casa, en su pueblo, en su calle. Es un mapa ‘memento’, el de las amenazas. "Cuidado, en esta casa vive un osetio…", "Éste es un pueblo abjazo, más vale que lo evites…", "No vayas por este sendero porque no eres georgiano. Los georgianos no te lo perdonarán nunca…" […] El Cáucaso es un riquísimo mosaico étnico tejido con un número infinito de pequeños, a veces incluso insignificantes, grupos, clanes, tribus […] Aquí todo ha sido fijado, decidido y definido en tiempos que se pierden en los albores de la historia. A la hora de la verdad, nadie es capaz de contestar por qué armenios y azeríes se odian tanto. ¡Se odian y punto! […] Por lo general son cordiales, bondadosos, hospitalarios, al fin y al cabo saben convivir en paz y armonía durante años, hasta que, de repente, ¡ha pasado algo! ¿Qué? Ni siquiera lo preguntan, no atienden a razones, sino que enseguida se pertrechan con sus ‘kindjals’ (puñales) y sables —hoy con metralletas y bazucas—, y, exaltados y soliviantados, se abalanzan sobre el enemigo y no descansan hasta que no ven correr su sangre […] Por ejemplo: cien mil abjazos quieren abandonar Georgia y crear un Estado propio. No se les puede reprochar. Abjazia es uno de los parajes más bellos del mundo […] Pero, siendo Abjazia un bocado tan sabroso, ¿la soltará Georgia? Los Georgianos suman cuatro millones y los abjazos, cien mil. No es difícil prever quién tiene mayores posibilidades de éxito» (El Imperio, 1993) (2).



(1) Los ‘lager’ eran los campos de trabajos forzados en Siberia. Allí iban a parar los condenados por «traición», una sentencia que se aplicaba con suma facilidad por cualquier motivo, por absurdo que pudiera parecer. Nadie estaba libre de acabar algún día acusado y condenado por tal delito. La vida    —si es que se le puede llamar así— en un ‘lager’, no era peor que el propio traslado de los prisioneros a lo largo de miles de kilómetros a pie, sobre la nieve, con temperaturas de 35 grados bajo cero. Nunca se sabrá a ciencia cierta, pero se estima que aproximadamente 60 millones de personas murieron a causa del terror stalinista entre 1929 y 1953, la mayoría en Siberia, en los ‘lager’ o durante el trayecto. La mayor parte de los que sobrevivieron, después de años de torturas y trabajo animal, acabaron dementes y encerrados en manicomios, o pusieron fin a sus vidas suicidándose. Así lo esboza Kapuscinsk en un primer acercamiento a los hechos: «Ese peregrinaje del deportado no es sólo un traslado en el tiempo y en el espacio. También lo acompaña un proceso de deshumanización: el que llega a su destino (si no se ha muerto en el curso del viaje) ya ha sido desposeído de todo lo humano. No tiene nombre, no sabe dónde está, ignora qué harán con él. Lo han privado de la lengua: nadie quiere hablar con él. No es más que un bulto, un objeto, un juguete» (El Imperio).



(2) En 1993 la Unión Soviética estaba en pleno período de desmembración. Los sucesos de estos en días en Georgia no son más que la consecuencia lógica de todo lo que aconteció en aquellos años. La diferencia es que ahora, Occidente, y muy especialmente Estados Unidos, sí tienen intereses económicos en la zona. 








1 comentario:

Musica Cristiana dijo...

Los temas estan muy interesante. Espero que sigan con este buen trabajo.